El corazon el musculo impreciso el espiritu el pensamiento mas prufundo el alma el deseo mas grande y el recuerdo el pesar mas intenso /// ce mi oscuridad y yo cere la luz ce mi sol y yo la luna ce mis tinieblas y yo el lucero yo dare mi cuerpo y tu seras las alas la cortada mas profunda y sangrante que he tenido sucedio cuando me besabas y fue que al abrir mis ojos tu me veias fijamente

domingo, 8 de mayo de 2011

ELECCIONES GUATEMALA 2011


Los guatemaltecos nos preparamos a participar en el séptimo proceso electoral consecutivo amparados por una misma Constitución y sin que el poder militar imponga y decida los candidatos, cuestión que dada nuestra historia política es ya un logro significativo. El evento estará regido por casi las mismas reglas que se impusieron en el ya lejano 1985 y los contendientes están, queramos o no, marcados, delimitados y condicionados por aquellos acuerdos políticos que en esa ocasión se tomaron.

Antes que nada debemos quedar claros en que la Constitución aprobada en 1985 no es más que la adecuación y adaptación de la Constitución de 1965 a las exigencias económicas y políticas conservadoras de la época, misma que no fue sino una modernización de la aberrante norma constitucional que se estableció en 1956, que rescató de la revolucionaria Carta Magna de 1945 sólo aquellos elementos que no afectaban los intereses de las élites económicas y sus oligarquías, anulándose desde entonces todo principio que permita los más mínimos beneficios a los sectores mayoritarios. Definitivamente en 1985 no vivimos siquiera un proceso reformador profundo de nuestra máxima norma legal, sino una simple adecuación de sus preceptos, cuestión que en las cuestiones político electorales quedó más que claro. El poder municipal y la elección de sus autoridades, por ejemplo, repiten lo que por más de medio siglo se ha venido haciendo, con la consabida agudización de los conflictos locales por causa de la escasa legitimidad que la mayoría simple que se exige para elegir a los alcaldes produce.

Como se recordará, nuestra actual Carta Magna fue aprobada por diputados de distintos partidos, todos ellos, sin embargo, identificados en los cuadrantes inferior y superior de la derecha –si para ello usamos los aportes de la llamada Brújula política (http://www.politicalcompass.org)-. Las izquierdas, como sucede desde 1956, fueron impedidas no sólo de presentar candidatos a las asambleas legislativas, sino de aportar de cualquier manera en la redacción de ese fundamental instrumento legal. La novedad, en aquel entonces, fue la participación de la Democracia Cristiana, para entonces ya alejada de manera significativa de los movimientos sociales y populares.

Tenemos, pues, una Carta Magna que en su contenido y en su forma orienta los procesos electorales y sus principales actores, los partidos políticos, a realizarse dentro de las reglas del mercado de los bienes y servicios, centrada en propiciar el beneficio individual de industriales y comerciantes, arrinconando al Estado al papel de simple contratista de agentes privados en la mayoría de los procesos de satisfacción de necesidades de la población. Nuestra Ley Electoral y de partidos políticos fue redactada y aprobada en 1985 por esa misma Asamblea Constituyente, con lo que su normativa responde, sin más, a los criterios y concepciones ideológicas que para entonces hegemonizaban ese organismo. El financiamiento privado a partidos y campañas, en consecuencia, quedó inmerso en las relaciones mercantiles, sin que sea posible hasta ahora delimitar a que el Estado, con recursos públicos, sea el único financista de las campañas. Al no ser de este modo es evidente que sólo aquellos políticos y partidos que gozan de la simpatía del empresariado pueden participar activamente en los procesos electorales. Pero, además, las donaciones que medios de comunicación puedan dar a candidatos y partidos no se tasan a valores de mercado, sino al valor que el donante supuestamente da. De esa cuenta, nuestros partidos políticos son estructuras electorales, normadas para ser conducidas por quienes detentan el poder económico. Los afiliados, sin ser definidos en ninguna parte de nuestras normativas legales, tienen pocos o nulos derechos y responsabilidades en sus organizaciones políticas, concibiéndose al ciudadano simplemente como el individuo con derechos responsabilidades electorales, partiéndose de una definición electoral simplista que aún las teorías más tradicionales de la ciencia política han superado.

Con ciudadanos entendidos como simples electores, y los afiliados como seguidores de las dirigencias políticas sin mayor poder de interacción, nuestros partidos son simples empresas cuyo producto comercial son los candidatos, sin que siquiera desde esta concepción exista una efectiva y eficiente defensoría del consumir de tales productos. (Continuará).

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